No sé cuántos segundos pasaron entre la desgarradora confesión de Tristan y la reacción de su madre, Diez, o tal vez hasta veinte. Veinte largos segundos de silencio incrédulo. Luego Sienna se desvaneció, en la entrada, como en cámara lenta. Se derrumbó sin hacer ni un sonido. No se desmayó realmente, sino que simplemente estaba demasiado impresionada como para mantenerse de pie, pronunciar una sola palabra o soltar un grito. Mi padre corrió para levantar su cuerpo amorfo, desprovisto de toda energía y de toda emoción, y recostarlo sobre el sillón de la sala.