Como decía, me llamo Juan Pablo Castel. Podrán preguntarse qué me mueve a escribir la
historia de mi crimen (no sé si ya dije que voy a relatar mi crimen) y, sobre todo, a buscar un editor.
Conozco bastante bien el alma humana para prever que pensarán en la vanidad. Piensen lo que
quieran: me importa un bledo; hace rato que me importan un bledo la opinión y la justicia de los
hombres. Supongan, pues, que publico esta historia por vanidad. Al fin de cuentas estoy hecho de
carne, huesos, pelo y uñas como cualquier otro hombre y me parecería muy injusto que exigiesen de mí, precisamente de mí, cualidades especiales; uno se cree a veces un superhombre, hasta que
advierte que también es mezquino, sucio y pérfido. De la vanidad no digo nada: creo que nadie está
desprovisto de este notable motor del Progreso Humano. Me hacen reír esos señores que salen con
la modestia de Einstein o gente por el estilo; respuesta: es fácil ser modesto cuando se es célebre;
quiero decir parecer modesto. Aun cuando se imagina que no existe en absoluto, sela descubre de
pronto en su forma más sutil: la vanidad de la modestia. ¡Cuántas veces tropezamos con esa clase de individuos! Hasta un hombre, real o simbólico, como Cristo, pronunció palabras sugeridas por la
vanidad o al menos por la soberbia. ¿Qué decir de León Bloy, que se defendía de la acusación de
soberbia argumentando que se había pasado la vida sirviendo a individuos que no le llegaban a las
rodillas?