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Delibes Miguel. Señora de rojo sobre fondo gris

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Delibes Miguel. Señora de rojo sobre fondo gris
No ignoro que el recurso de beber para huir es un viejo truco pero ¿conoces tú alguno más eficaz para escapar de ti mismo? Una copa acartona el recuerdo, pero, al propio tiempo, convierte la onerosa gravedad de tu cuerpo en una suerte de porosidad flotante. Algo parecido a la fiebre. Pasado el trance, sobreviene el decaimiento, pero hay un medio para evitarlo: mantener en sangre una dosis de alcohol que te imbuya la impresión de que participas en la vida, de que la vida no pasa sobre el hoyo en que te pudres sin advertir que existes. Esta forma de energía suele identificarse con la alegría, aunque, por supuesto, no es la alegría. A lo sumo, una energía inferior, improductiva; en caso contrario, yo trabajaría. Pero mi ingenio, si alguna vez existió, se ha agotado; ya lo estás viendo: no soy capaz de embadurnar un lienzo, ni siquiera de sostener un pincel en la mano.
Hace una hora, cuando llegaste, miraba, como cada día, el camino de grava desde el escañil. Vi cruzar tu coche ante el tragaluz. Te estaba esperando. Alicia me lo comunicó ayer. Me dijo: Ha terminado la pesadilla. Los han soltado. Ana irá a verte mañana. A través de ese cristal llega hasta mí la apagada vida del pueblo: la hornillera, la actividad de las huertas, el monótono runrún del tractor del señor Balbino; el pastor con las ovejas… Todo lo que conforma mi vida actual se recorta cada mañana en el tragaluz. Lo miro todo; lo veo todo. Soy como Dios. La claraboya ya es otra cosa. Es ella la que me mira a mí, me ofusca con su luminosidad excesiva. Pero tu madre la quiso de esta manera: grande e inclemente para que no pudiera atribuir mis limitaciones a deficiencias de instalación. El problema era armonizar el gran chorro de luz con una casa campesina del XVIII. Había que insertar lo moderno en lo rural sin recurrir a la violencia. Una tarea adecuada para ella, puesto que uno de sus talentos radicaba en eso, en restaurar viejas mansiones sin afrentar al entorno; sin menoscabar la limpia estructura de la piedra y la madera.
De esta vieja casa, con dos siglos a cuestas, se enamoró hace años. Observaba apesadumbrada su ruina progresiva, su desmoronamiento. Desconocía a su dueño, pero un día alguien le informó que el último ocupante había sido un funcionario del Ministerio de Agricultura, un guarda forestal. Le desagradó la noticia. Las entidades la intimidaban. Prefería tratar con personas físicas. La burocracia la cohibía un poco, seguramente porque la burocracia se mostraba insensible a su encanto personal. Pero le atraía tanto esta casa que, cada vez que dábamos un paseo, se detenía ante ella, analizaba su original construcción, sin ladrillo ni cemento, sus entibos de roble sustentando las piedras de toba, el balconaje de hierro, los enjutos ventanucos al norte, con minúsculos cuarterones móviles...
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