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Delibes Miguel. La partida

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Delibes Miguel. La partida
Había sido Miguel Páez durante dieciocho años, y de pronto, en cuarenta y ocho horas, era sólo Valladolid. Y en el Cantabria le decían Valladolid con acento indulgente, como un tierno diminutivo. A él no le ofendía, antes al contrario, le confortaba no sólo el tono, sino la palabra, y la nostalgia de su ciudad que la palabra envolvía. Don Jesús Beardo, el maquinista del Cantabria, decía Valladolid de otra manera. Aun si recitaba versos, don Jesús Beardo, el maquinista del Cantabria, adoptaba una expresión negra y cortada, como el ladrido de un mastín hosco. En cambio, Benito, el contramaestre, veía las cosas de color rosa, y hasta cuando mencionaba la carga -aquella carga que le hacía sudar y blasfemar junto a los cuarteles de la sentina, mientras chirriaba, arriba, el aguilón de la grúa decía: «Naranjas, naranjitas; pequeños soles para los hijos de la niebla.» Y seguramente Benito, el contramaestre del Cantabria, pensaba en redondo y no en alargado, porque su cuerpo era redondo, y para él imaginar a Ava Gardner era como tener a Ava Gardner, y él la vio apearse una vez del avión 7532 de la Air Forcé, y desde entonces se creía con algún derecho sobre la muchacha. Él decía: «Las caritas de las actrices, contra lo que la gente cree, no son sólo potingues. Ava Gardner sabe sonreír y, sobre todo, sabe mirar. En las mujeres, el saber mirar es una sabia virtud.» A Miguel Páez le decía ahora Valladolid y a Valladolid le agradaba oír al contramaestre llamarle Valladolid porque así olvidaba, o se desentendía de la mugre y la sordidez, y aun de la austeridad, del Cantabria. Escuchando a Benito las cosas tomaban un amable cariz de fiesta.
Él llegó dos días antes, con sus maletas de cartón a cuestas y su predisposición al asombro. «Yo soy un alumno de Náutica sin conocimientos prácticos; eso, eso…», se decía. Luego, durante la cena, se lo confesó al maquinista y el maquinista gruñó. El capitán era joven para tener el pelo blanco y, sin embargo, el pelo suyo era desoladamente blanco y sus maneras lacónicas. Benito, el contramaestre, se echó a reír, primero, cuando él, Valladolid, al oír las presentaciones del capitán lanzó aturdido su mano al azar, para el primero que quisiera tomarla. Valladolid estaba descentrado con su carita blanca, imberbe, de escolar de pensión, entre aquellos rostros atezados por todos los vientos. Más tarde, cuando pretendió arrimar la banqueta a la mesa, Benito, el contramaestre, rió por segunda vez y don Jesús Beardo, el maquinista, le dijo:
–Muchacho, cuando entres en un barco repara que eres tú lo único que no está amarrado al suelo.
Su ingreso, pues, no fue ni mucho menos unas pascuas. El revisor, en el tren, le había dicho: «¿Embarcas en Santander? Un bote.» «¿Por qué un bote?», inquirió él, que todavía no era Valladolid, con cierto desapego...
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